Entre las distintas
variantes de mazorcas de
maíz y de especies de
marsupiales, la pluma de
Twain no sólo se erige como
instrumento de burla, sino
que se alimenta de la
energía, el color y el
movimiento que provocan la
propia inercia y entropía de
sus personajes: hombres y
mujeres que insisten en ver
el mundo a su manera y no
escatiman en exagerar
detalles, negarse a
reconocer lo evidente, o
recurrir a la hipérbole,
incluso a la fanfarronería.
No es que mientan, es que
deciden creerse sus propios
embustes como el famoso
entrenador de una atlética
rana en "La célebre rana
saltarina del condado de
Calaveras". Algunos son
pobres diablos, garrulos de
pueblo como el coronel Jack
y el coronel Jim, que no
alcanzan a ver la diferencia
entre un coche y un ómnibus,
o mujeres al borde del
ataque de nervios, como la
insoportable señora
McWilliams y su particular
lucha contra la difteria.
Pero todos ellos, desde un
profano editor de un
periódico agrícola que
confunde los nabos con las
manzanas hasta el sufrido
huésped de hotel europeo que
no soporta los desayunos
continentales, conforman un
intrépido retrato robot de
una América que ya no
existe, pero cuya estela
perdura en las capas
freáticas de la sociedad
estadounidense moderna